Escenografía es Dirección

Alejandro Luna nació el 1o de diciembre de 1939 en la ciudad de México. Arquitecto por la Universidad Nacional Autónoma de México, en el diseño escenográfico se asume como autodidacta. Es indudablemente el escenógrafo mexicano más importante de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI.

Por su relación con los movimientos y los creadores más relevantes del país, por la calidad de sus diseños y por su fundamental interés por el teatro como arte, se ha convertido en un punto de referencia para entender no sólo el desarrollo del espacio escénico, sino del teatro mexicano en su totalidad.

Su relación con los maestros de la escenografía mexicana de la primera parte del siglo XX y su influencia en la formación de numerosos jóvenes escenógrafos, también le han ubicado como una referencia generacional para constatar el movimiento escenográfico contemporáneo en nuestro país.

El maestro Luna ha sido reconocido como punto de llegada y de partida en el teatro mexicano por lo que se refiere a su manejo del espacio y de la luz, al grado que se ha llegado a mencionar que la escenografía mexicana es una antes de Luna y otra después de él.

Forjado en el oficio en el teatro universitario, Luna ha ido afinando su mirada de hombre de teatro a través de incontables puestas en escena en colaboración con los directores mexicanos más destacados, de ahí, ha acuñado la frase que contiene su divisa teatral: "Escenografía es dirección".

Como arquitecto, Alejandro Luna ha equipado, asesorado y corregido numerosos teatros de la República Mexicana y como escenógrafo ha participado en teatro, cine y ópera. Heredero de una tradición escenográfica primordialmente ilustrativa, con la que rompe desde el principio, la formación arquitectónica le permitió la experimentación con volúmenes y formas; con el correr del tiempo, su trabajo ha ido refinando la concepción del espacio escénico hasta convertirlo en una dimensión poética de arte teatral.

En reconocimiento a sus aportaciones al arte escénico, Alejandro Luna obtuvo el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el año 2001.

Premio

Llegué a decir, exagerando mucho, que la escenografía no existe, sino sólo el teatro. Ahora pienso que la escenografía es dirección.

La escenografía es el espacio que limita y caracteriza la puesta en escena que define el universo en que la obra sucede. Es el territorio, el lugar necesario, que contiene y dispara, o hace resonar la acción. Pienso que la escenografía es el tercer elemento indispensable del teatro: actor, espectador y espacio. La escenografía es esencial, proporciona la puesta, la sustenta, la dirige. Su geometría dirige el movimiento. El movimiento del espacio, la secuencia de cambios obvios o sutiles acusan el ritmo de la representación, articulan el discurso, lo dirigen. Creo que la escenografía como determinación del espacio es la vertebración física, y no sólo, de la representación...

El teatro desde fuera y desde dentro

No fui alguien que de niño jugara con títeres, o escenificara cuentos, ni nada de eso. Lo único que recuerdo es que mi abuela me llevaba al teatro todos los sábados a ver las comedias españolas de las hermanas Blanch, era amiga de Isabelita, pasábamos a saludarla al camerino al terminar la función. Era un ritual familiar -ahora me sorprende cómo hacían para estrenar una obra distinta cada semana.

Fue más tarde, al presenciar Los signos del zodiaco, la obra de Sergio Magaña, cuando el teatro me conmovió como nada lo había hecho antes, la experiencia me descubrió que el escenario intensificaba la vida. A partir de este montaje las expectativas para acercarme al teatro cambiaron, pero eran expectativas de espectador, estaba entonces lejos de imaginar que pasaría mi vida en los escenarios.

Fue después, al ingresar a la Universidad, cuando diversas circunstancias me enfilaron hacia el teatro. Entré a estudiar Arquitectura y muy pronto estaba cruzando el campus hacia la Facultad de Filosofía y Letras atraído por su población femenina. Había estado en escuelas sólo para hombres en primaria, secundaria y preparatoria y cuando entré a la Escuela de Arquitectura me encontré con que de 1,000 alumnos sólo diez eran muchachas. Podría decir que iba enfrente en busca del otro género de mi especie. En la Facultad, mi amigo Eduardo García Máynez, estudiaba Dirección en Arte Dramático y pronto me vi acompañándolo en sus estudios y participando como actor en los montajes del teatro estudiantil. Como yo era el actor que estudiaba Arquitectura, el que sabía dibujar, de materiales y esas cosas, los compañeros me pedían que hiciera las escenografías.

La primera obra en que actué e hice el diseño fue en un programa doble, Petición de mano de Antón Chéjov y la adaptación de unos cuentos de Averchenko; la segunda fue Liliom de Ferenc Molnár, hice el papel de Ficsur. Mira, al principio me pedían que actuara con la condición de que hiciera la escenografía, después, me pedían que hiciera la escenografía con la condición de que no actuara. Petición de mano era un diseño muy simple en el teatro La capilla, una sala minúscula que nos prestó Salvador Novo -40 años después, cuando fui a Siberia, entendí la importancia de los perros en la obra-. En cambio, el diseño de Liliom era muy ambicioso y desproporcionado para nuestras capacidades. Cometí todos los errores cometibles. Desde entonces sostengo que la mejor manera de aprender es equivocarse y en ese montaje aprendí mucho, casi todo. Entre otras cosas, que las obras para estudiantes, todos jóvenes, era mejor escogerlas del repertorio expresionista. Así, después de esta catástrofe, Eduardo y yo montamos La máquina de sumar, de Elmer Rice y El mono velludo de O´Neill, con mejores resultados.

El teatro se aprende en el escenario

Soy autodidacta. Aunque la carrera de Arquitectura y los estudios de Teatro que hice entre 1957 y 1961 me sirvieron mucho, lo más útil para mi formación fue la práctica. Antes de salir de la Universidad me contrataron para resolver la producción de las temporadas de Teatro Estudiantil Preparatoriano. Se trataba de cursos que culminaban con el montaje de obras que dirigían maestros de teatro, actores, críticos y diletantes. Algunos maestros como André Moreau, Héctor Azar y el mismo Eduardo García Máynez tenían la sagacidad de escoger comedias de Molière o de Aristófanes adaptables a la juventud de los actores amateurs. Lo demás era atroz, en especial las tragedias griegas.

Como escenógrafo, tenía que hacer aproximadamente 20 diseños al año con presupuestos mínimos. La solución que se me ocurrió fue juntar todos los presupuestos y hacer elementos modulares, una especie de rompecabezas de trastos y plataformas que se adaptaba a cualquier obra. Con pocas cosas que se añadían se daba la época, el carácter… Trabajé unos cuatro o cinco años, haciendo 20 diseños al año, así que fueron como unas 100 escenografías. Aprendí el oficio. Pienso que tuve una preparación privilegiada.

Un vistazo al teatro de la época

El Teatro Universitario estaba estructurado en varios niveles: el de iniciación que era optativo para las preparatorias, escuelas y facultades profesionales, un teatro amateur que buscaba vocaciones y públicos; el que hacían los estudiantes de Arte Dramático, y el profesional. Me tocó recorrerlos todos.

La Universidad subsidiaba el teatro profesional. Tal vez el único otro ejemplo sea el de Chile. En la Universidad se experimentaban los nuevos repertorios y las nuevas formas escénicas, los nuevos lenguajes. Era la sede de la vanguardia. En la Universidad estaban las “vacas sagradas”, los jóvenes directores talentosos y se acogía a los pintores de la Nueva Plástica, y a los actores con pretensiones intelectuales. En esos años brillaba el teatro de Juan José Gurrola, José Luis Ibáñez, Héctor Azar, Héctor Mendoza, que se hacían acompañar de pintores que proponían escenografías que reflejaban sus muy personales universos plásticos o el ismo de moda.

Además de la Universidad, fomentaban el teatro el Instituto Nacional de Bellas Artes y, caso insólito en el mundo, el Instituto Mexicano del Seguro Social. Estas instituciones se encargaban más del teatro “bien hecho”; había además productores independientes y un respetable teatro comercial. Bellas Artes patrocinaba, por ejemplo, las puestas de Seki Sano, quien fuera asistente de Stanislavski y de Meyerhold y sembrara el realismo que acabaría con el estilo de actuación externa, a la española; de Fernando Wagner, discípulo de Reinhart y maestro de los directores de mi generación; de nuestros autores, glorias nacionales, Emilio Carballido y Sergio Magaña, y de directores como Xavier Rojas y Rafael López Miarnau, quienes introdujeran el teatro arena y un teatro moderadamente político, respectivamente.

El caso del Seguro Social en México fue uno sui generis. Con el respaldo del presidente Adolfo López Mateos (1658 - 1964), el encuentro de Benito Coquet, un político amante del teatro, y de los hermanos Prieto, Julio, escenográfo, y Alejandro, arquitecto-, se propició la convicción de que para que el bienestar social fuera integral, éste debería pasar por el teatro. A ellos se debió la construcción de la poderosa infraestructura, más de treinta teatros construidos de una vez en el país y una compañía que montaría con solvencia las obras que la sociedad mexicana debería ver, un teatro más dirigido a las clases medias que a la trabajadora.

En el diseño teatral de la época yo vería dos tendencias: la de los escenógrafos de oficio y la de los pintores. Los más destacados y los más productivos, profesionales que estaban inmersos en la construcción de un teatro institucional y además incursionaban en el comercial, eran Julio Prieto, Antonio López Mancera y David Antón.

La otra tendencia era la de los pintores que se acercaban al teatro sin experiencia ni oficio pero con ambiciones artísticas e intelectuales, sin prejuicios. En las décadas de los 50 y los 60 tocó a los pintores una vez más renovar los escenarios. Sólo por mencionar algunas, recuerdo notables escenografías de Juan Soriano, Arnold Belkin, Manuel Felguérez, Lilia Carrillo, Leonora Carrington, Vlady, Roger von Gunten, Kasuya Sakai, Vicente Rojo, José Luis Cuevas... La mayoría de estos artistas plásticos hicieron algunas escenografías y regresaron a pintar a sus talleres y estudios.

Por mi formación de arquitecto, el uso de las técnicas tradicionales me conflictuaba. En la escuela recibía una formación dentro de la arquitectura racional y funcionalista, la arquitectura honesta, en donde era un pecado simular un material, falsear la perspectiva o utilizar gratuitamente la ornamentación. De hecho, el término “escenografía” era peyorativo, sinónimo de perverso.

Quizás había algo más que me impedía alinearme cabalmente a las tendencias dominantes de la escenografía de aquellos tiempos, y era que la escenografía no me interesaba de una manera primordial, era sólo mi pasaporte al teatro. Del teatro me apasionaba todo: la arquitectura, la dramaturgia, la dirección, la producción, los ensayos, en especial presenciar la encarnación de los personajes en los actores, el trabajo en equipo. Así, desde el inicio trabajé en mancuerna con Eduardo, juntos elegíamos las obras, discutíamos los repartos y planeábamos conjuntamente la dirección, la escenografía y la iluminación. Asistía a todos los ensayos, atento para modificar el diseño frente a los estímulos y hallazgos del proceso de montaje. Después de la muerte de Eduardo, comencé a trabajar en la misma forma con Ludwik Margules, lo hicimos a lo largo de más de 20 años.

Escenografía y arquitectura

Uno está tentado a dividir la escenografía en pictórica y arquitectónica según dominen las características obvias de estas dos disciplinas, pero son divisiones que palidecen cuando uno enfrenta lo específico de este arte sui generis. Elementos que pudieran ser considerados pictóricos, escultóricos o arquitectónicos confluyen en la conformación del espacio. Es cierto que la materia prima de la arquitectura y de la escenografía es el espacio; la arquitectura organiza el espacio para la vida y la escenografía para una puesta en escena, pero la puesta en escena está inmersa en un tiempo limitado, el que comparten actores y espectadores.

Durante este lapso, el espacio se transforma, se mueve, actúa, cambia de significado. De aquí que la escenografía, a diferencia de la arquitectura, sea un arte efímero y cinético. Fuera del tiempo de la representación, la escenografía puede verse como pintura, arquitectura, escultura, decoración, instalación... pero su acción escenográfica solamente la ejerce junto con la obra, los actores y el público. De aquí que la escenografía sea un arte colectivo y dependiente. Ahora lo puedo formular, al principio sólo lo intuía.

Mis bocetos eran story boards a la manera de cómics. Entendía que el diseño de una obra de teatro era el diseño de una secuencia de momentos, secuencia de espacios: un movimiento o una secuencia de movimientos que acompaña e incluye la acción dramática, los movimientos emocionales de los actores-personajes... Lejos del cinetismo imaginado por Gordon Craig y realizado por Josef Svoboda, encuentro que el diseño de una escenografía es el diseño de un movimiento, sin importar que sea expresado por movimientos mecánicos u ópticos, basta quizás el movimiento del significado en la mente del espectador. Así, encuentro que la escenografía está más cerca de la música, la danza y el cine que de las artes plásticas.

El espacio, centro de la escenografía

Tal vez mi formación de arquitecto, cinco años en los laberintos de la geometría descriptiva, la estereotomía y la perspectiva practicando la definición de espacios, me imposibilita acercarme al diseño escenográfico de otra manera. Pienso que el espacio es una construcción que la mente hace a partir de los estímulos sensoriales que recibe. El ojo ve los límites del espacio, su forma, proporciones, escala, texturas, colores, percibe valores abstractos dependiendo de lo que revele la iluminación -de hecho, lo que percibe es luz. Tal vez identifica también elementos concretos (puertas, muebles, escaleras). A partir de esta información, la construcción del espacio en la mente del espectador es interpretativa, dependerá de sus valores subjetivos, de su experiencia, hasta de su estado de ánimo. Diseñar escenografía implica proporcionar con un objetivo los límites del espacio, de un vacío que empieza a tomar forma al limitarse. Hasta aquí hablamos de un espacio estático, falta incorporar el tiempo, la otra coordenada del diseño teatral. A medida que el texto progrese, que los personajes lo habiten, dialoguen en y con el espacio, éste que existe como tal en la mente del espectador se transformará, cambiará su significado. Creo que el diseño de la escenografía es el diseño de este movimiento.

Salvo raras excepciones, la información sensorial que el público recibe es visual y acústica. Sabemos que la materia no se ve hasta ser tocada por la luz, sabemos también que la luz es invisible hasta que es reflejada hacia nuestros ojos por la materia. El espacio depende de la luz, de su intensidad, de su dirección, de su temperatura... Como sea, la luz será el espacio. Luz y espacio son co-sustanciales.

Estas reflexiones teóricas serían tal vez intrascendentes si no tuvieran consecuencias prácticas en el quehacer profesional cotidiano. Por un lado, obligan a reunir la participación del escenógrafo y del director de escena en un trabajo sin costuras, trabajo conjunto que interpole las atribuciones convencionales. Por otro, en mi caso, obligan a concebir el diseño de la escenografía y de la iluminación como algo indivisible.

La escenografía no es autónoma en la manera en que lo son la pintura o la literatura. Depende del texto, de la dirección, de la actuación, de la música… Es más, pienso que la escenografía no la hace el escenógrafo o al menos no sólo él. Si damos por hecho que la escenografía es la determinación del espacio para una puesta en escena, en esta determinación influyen directa o indirectamente muchos coescenógrafos: el arquitecto que diseñó el edificio teatral y determinó los espacios y la relación espectáculo-público en gran medida; el autor que interviene con sus acotaciones explícitas o implícitas; la concepción del director que define el espacio de una manera evidente; el coreógrafo que con el movimiento de actores o bailarines abre y cierra espacios; el músico quien con el sonido lo transforma... Creo de verdad que un tono o una mirada de una actriz puede resignificar el espacio, y la interpretación del espectador quien individualmente construye su propia escenografía en la mente a partir de los estímulos escénicos. En este sentido, el teatro y por tanto la escenografía, son artes colectivos y dependientes.

Estas reflexiones que han normado mi trabajo durante años, quizás sólo son originales en la manera en que las he integrado a la práctica. Empecé a pensar un tanto sistemáticamente en esto después de haber asistido en 1967 al Simposio paralelo a la Primera Cuadrienal de Praga. De alguna manera, esta exposición era la declaración de independencia del Diseño Escénico. Antes, la escenografía era evaluada dentro de Artes Plásticas en la Bienal de Sao Paolo.

La escenografía, un arte invisible

Ni al público, ni a la crítica especializada les interesa transitar en estos laberintos. El público percibe una imagen visual y acústica, sin saber qué tonos y qué movimientos fueron propuestos por el actor y cuáles marcados por el director; qué trazos son obligados por la geometría del espacio o por el diseño de la luz, o cuáles nacieron de las emociones internas del bailarín o de las inquietudes formales del coreógrafo. Es cocina que al público no le importa y que quizás no debe importarle. Percibe y le basta el resultado final.

Un ejemplo. En una función de Tío Vania de Chéjov, durante uno de esos momentos afortunados del teatro, cuando el público atento guarda más silencio que el normal o quizás cuando respira al mismo ritmo que el actor, Guillermo Gil, interpretando al doctor Astrov, un hombre robusto de movimientos torpes, acaricia con ternura la mesa rústica improvisada como mesa de dibujo en donde acostumbra acuarelear sus planos ecológicos al tiempo que pregunta: “Nana, ¿nos recordarán dentro de cien años?”. El público se da cuenta que los cien años han pasado, los bosques derribados han servido para hacer esa mesa magnífica, quizás no se dé cuenta que el atardecer ha llegado a su punto crítico pero siente que la intensidad de la luz alcanza un brillo diferente en los ojos del actor y que el cuarto de la hacienda se tiñe de una tonalidad inusual. Creo que si la enorme mano del médico alcohólico no hubiera acariciado de esa forma la madera, el momento no se hubiera producido, la mesa bella hubiera sido una pieza de utilería más y el atardecer un recurso efectista. El teatro es delicado.

A decir verdad, no sé dónde empieza la escenografía, ni dónde termina la dirección. Ni importa mucho. Son los críticos los que se sienten obligados a descuartizar el hecho teatral para analizar y calificar las partes.

Puntos de partida y de llegada

Conocí a Svoboda, a Vichodyl y a Troster, el maestro de ambos en la Cuadrienal de Praga, en 1967. Conocí sus trabajos en la exposición y vi escenografías de los dos primeros en el teatro. Me entrevisté con ellos, fueron muy generosos. Vi Las tres hermanas de Kreija en Praga y la versión de Laurence Olivier en Londres, ambas con escenografías de Sbovoda. Las diferencias entre estas dos puestas, ambas extraordinarias por razones diferentes, me enseñaron mucho más sobre las posibilidades reales de la relación director – escenógrafo que lo que hubiera podido extraer de las ponencias del Simposio. Esa primera visita a Europa confirmó mis intereses y fue después, al comenzar a dar clases, cuando digerí lo aprendido.

Arquitectura teatral en México, otra determinante del hecho teatral

Mi abuelo, un ingeniero civil destacado en su profesión, a quien no conocí porque murió un año antes de que yo naciera, evitó el hundimiento del Palacio de las Bellas Artes en el lodoso subsuelo lacustre de la ciudad de México. Cuando mi abuela -otra vez mi abuela– me hacía acompañarla al Centro Histórico cada mes para cobrar su pensión, pasábamos invariablemente a acariciar las columnas y paramentos del foyer. Mi abuelo, quien se había enamorado del teatro, le había enseñado el origen de todas las variedades de mármol, regalos de muchos países, que tenía el edificio. En alguna ocasión descendimos a los siete sótanos y escalamos al puente de tiros para ver la prodigiosa maquinaria de hierro y bronce del siglo XIX. La retrasada construcción de lo que iba a ser el Teatro Nacional en el que Porfirio Díaz celebraría el centenario de la Independencia fue interrumpida en 1910 por el estallido de la Revolución y el Teatro tuvo que ser inaugurado en 1934 por el presidente Cárdenas con una curiosa decoración decó- nacionalista. En el escenario de este teatro sobreprogramado se escenificaron las óperas que he diseñado. Este teatro emblemático resume la herencia en infraestructura teatral que recibimos: muchos teatros centenarios nunca bien restaurados por los gobiernos revolucionarios, si no destruidos por la modernidad.

Los muros planos y lisos y las paredes de vidrio de la arquitectura moderna no mejoraron las condiciones del aislamiento acústico que los antiguos muros gruesos proporcionaban, ni sustituyeron el efecto difusor de la cargada ornamentación de los interiores de la sala. La democrática gradería griega acabó con la sectorización clasista pero alejó al público del espectáculo y las soluciones de salas de cine se aplicaron sin fortuna a los edificios teatrales. En los 50, aparecieron y desaparecieron las pequeñas salas alternativas, se construyeron los novedosos teatros arena y círculo. En los 60, Julio y Alejandro Prieto lograron imponer un teatro híbrido, mitad a la italiana, mitad de delantal, con gradería, ciclorama rígido de concreto y disco giratorio. Los Prieto construyeron muchos teatros con estas características pero no sólo; fue tan categórico el diseño, que otros arquitectos repitieron los planos pensando con pereza que ese era el prototipo del teatro moderno.

En los 70, proyecté y construí pequeñas salas multiformes, no escapé a la tendencia en boga, y también comencé a asesorar los proyectos de otros arquitectos. En lo general propuse el esquema a la italiana, reemplazar la gradería por público en varios niveles, palcos con buena visibilidad cuando es posible, garganta muy flexible y desahogos enormes -en nuestros países, el espacio es más barato que la tecnología.

Actualmente, la arquitectura teatral tiende a la estandarización, más aún con la globalización. El espacio a la italiana se ha impuesto nuevamente después de proyectos y construcciones que no lograron modificar el teatro sustancialmente. Sólo cuando hay producción local, y para algunas puestas visitantes, no sobra una sala pequeña para recibir el teatro mal llamado "experimental", que se adapta mejor a esquemas no italianos.

Mal llamado "experimental" porque creo que si hablamos de experimento artístico, todo teatro con esta ambición conlleva un riesgo artístico. Porque si nos referimos a un experimento científico, habría que seguir un método científico controlando las variables. Y porque lo experimental de una puesta no depende de la disposición de la sala-escenario. Brecht y Bob Wilson renovaron el lenguaje escénico sin salirse de la caja. Y en México, las salitas multiformes han servido para hacer puestas memorables y para recibir el teatro de Grotowski, de Kantor o de Brook, por ejemplo.

Creo que la arquitectura se impone cuando el teatro se institucionaliza. Hemos vuelto a la caja después de las peripecias del principio del siglo 20, de las de la época de entreguerras y de las de los 60, pero hemos vuelto diferentes.

Escenografía nacional

No creo que podamos hablar de una escenografía mexicana a la manera de las escuelas inglesa, polaca o checa. Es posible que sólo se pueda hablar de escenografía nacional cuando hay un teatro nacional definido, institucionalizado, sólido y constante. Me refiero no sólo a una dramaturgia, sino a temporadas regulares, teatros estables, públicos herederos de una tradición...

En el México de antes de la Revolución, la escenografía para teatro, ópera o zarzuela con características nacionales, la tienes que buscar con lupa entre los cientos de telones que dejaron en los teatros las compañías españolas e italianas cuando tenían que pagar con decorados. Es hasta después de la Revolución, cuando nuestros pintores e intelectuales regresan empapados de las vanguardias europeas, que se da una original pluralidad: la adaptación de los ismos a temas nacionales, la zarzuela da paso a la revista, la construcción de la danza y el teatro con tintes francamente nacionalistas que incluyen la reivindicación de lo indígena y el mestizaje. Es la época del muralismo mexicano, de “la edad de oro” del cine mexicano, los 30 y 40. Los muralistas incursionaron en los escenarios, especialmente en la danza, y recibimos el exilio español que tanto influyera en la actuación pero también en el diseño de la escena.

A mí me tocó iniciarme en el teatro a finales de los 50, cuando Fernando Wagner, André Moreau y Seki Sano nos trajeron otra manera de actuar, cuando empezó a sentirse la influencia del Actor’s Studio y del cine de los Estados Unidos, cuando se hacía teatro en salas minúsculas y cuando la Universidad acogió las temporadas emblemáticas de la vanguardia, las de Poesía en voz alta. Después vendrían los revolucionarios 60...

México es raro, no hay compañías estables. Sin ser Nueva York, el teatro se organiza como en Broadway, de temporada en temporada. Se arma el grupo, se ensaya, se estrena y al finalizar la temporada el grupo se desbarata. Parece que no nos soportamos juntos mucho tiempo. No hay planes a largo plazo y por tanto no viajamos. Los esfuerzos estatales por formar compañías estables han sido periódicos. Hemos visto pasar por las carteleras varios intentos de establecer una Compañía Nacional, esfuerzos que han durado lo que los tiempos políticos. Sin embargo, en México se puede ver en un año, como en otros países, un par de puestas extraordinarias, teatro bueno, mediocre y malo. Lo que no hay en México es ese teatro institucional sostenido que mantiene un público asiduo, supongo que es en este medio en donde se forman las escuelas nacionales.

Acercarse a un proyecto

Huyo de las propuestas, de los proyectos que de antemano tienen algo que decir. Me mueve la curiosidad por descubrir durante el proceso, por profundizar, por desmitificar. Por mi forma de trabajo solamente puedo hacer dos, tres trabajos al año como máximo y sí, puedo elegir. Hay textos que me gustaría desentrañar escénicamente, hay otros en los que ya he trabajado y con los que me gustaría volver a enfrentarme, que guardan misterios pendientes de develar. Obras que esperan el reparto, el director o el presupuesto ideales. Pero no sólo me atraen algunos textos, también me interesa el reto de trabajar con directores que respeto o con actores y actrices que admiro. Me gusta trabajar con los amigos. Sólo en contadas ocasiones he podido proponer la obra a un productor, por lo general debo escoger entre las ofertas. Algunas veces, además de mis preferencias subjetivas, hay intereses de otro tipo como en Viaje a la luna, en donde experimento una escenografía virtual en tercera dimensión. Creo que el escenario es para que sucedan cosas extraordinarias, es posible que esa esperanza sea el común denominador que determina mi interés por los proyectos. No sólo la temática me atrae, espero que por la poderosa comparecencia en vivo de la representación, temas inocentes alcancen a revelar profundidades insospechadas del ser humano, toquen fibras que a todos conciernen, emocionen. Finalmente de eso se trata.

Rehuyo las metáforas claras. Algunas escenografías son metáforas poderosas que sintetizan la propuesta, pienso que esas imágenes categóricas serían más adecuadas ilustrando los programas y carteles. Creo que la ambigüedad es más rica, estímulos para que individualmente cada espectador haga su lectura, descubra o invente sus propias metáforas. Creo también que es preferible mostrar procesos de construcción y destrucción que imponer de golpe la imagen contundente. El lenguaje visual de la escenografía, concreto o abstracto, es muy poderoso, es un arma magnífica de la dirección y también un peligro. Creo que la escenografía es dirección, una parte definitiva de la dirección.

Los directores

Personalmente me sería difícil recibir órdenes o exigencias en la medida que para mí lo es darlas. Creo que hay todo tipo de directores, desde el dictador hasta el director democrático pasando por los estratos intermedios, y no creo que ninguna de estas estrategias garantice mejores resultados escénicos. Los he visto espléndidos de los directores que aplican métodos dictatoriales y también de los aficionados a las apariencias democráticas, pero también he tenido que verlos malos y mediocres de las puestas dirigidas dentro de ambas tendencias. Prefiero trabajar con directores que esperen que mi colaboración sea esencial para la puesta en escena. He trabajado con directores consagrados, con más viejos que yo, con jóvenes talentosos, con directores amigos y con desconocidos. Parto de la suposición que si un director me llama, o acepta trabajar conmigo, es porque le interesa mi forma de trabajo, mi forma de ver el teatro, mi manera de ver y viceversa. Hay un camino recorrido cuando no es la primera experiencia juntos. Si no es el caso, es primordial que detecte qué espera el director y pensar si puedo desempeñar el papel. Tengo claro que cada caso es diferente. A veces, he resultado coautor de la puesta, traductor de conceptos a imágenes, asesor plástico, abogado del diablo, etc., según sea necesario. Es evidente que en los diseñadores anidan inquietudes de director y en los directores existen ambiciones escenográficas, no me da miedo permitir que los campos de las “especializaciones” se interpolen. Lo importante es, más allá de los juegos del poder, establecer una alianza.

Del proceso de trabajo

La primera lectura del texto para mí es muy importante porque será la única vez que me aproxime a él sin prejuicios. Me preparo y me aíslo para leerlo, intento una lectura impresionista sin pensar en elencos, ni soluciones escénicas, una lectura de corrido con el ánimo de penetrar en la obra y dejar que ésta penetre en mí. Como cuando lee cualquier ser humano aparecen ideas, imágenes y emociones. Al terminar la lectura hago notas sobre lo que vi, pensé y sentí. Cierro el texto e intento olvidarme del asunto por un tiempo. Creo que este tiempo de fermentación inconsciente es valioso, detrás trabaja la intuición. Después de dejar pasar este tiempo –el mayor posible – vienen y vendrán muchas lecturas analíticas del cómo, pero nunca se podrá repetir la primera. Una investigación rápida sobre todo lo que involucra la obra, precede a lo que sería la primera entrevista con el director en la que seguro se tratarán sus ideas de dirección. También creo que en la medida que las incorporo al programa a resolver, el director toma en cuenta las mías. Aún no hay imágenes escénicas. Empiezo a visualizar cuando veo a los actores e imagino cómo encarnarán a los personajes. Provisionalmente los visto, maquillo y peino –digo provisionalmente, porque en definitiva lo harán diseñadoras que pueden hacerlo mucho mejor que yo–, trato de ver contra qué sería mejor verlos, superficies lisas o texturadas, en espacios vacíos o entre objetos, por ejemplo. Así empiezo... pero pesan las ideas del director, las dimensiones y visuales del teatro, los problemas técnicos y el presupuesto. Poco a poco surgen muchas imágenes, algunas compatibles dramatúrgicamente y otras que se excluyen. Pero el director necesita un proyecto escenográfico, no imágenes aisladas. Esbozo varias posibles soluciones, a veces las desarrollo paralelamente pero llega el momento de decidir, es el período de más tortura, en esta etapa me ayuda recurrir a las notas que hice inmediatamente después de la primera lectura. Hay veces que la decisión es clara y fácil y otras en que no. Cabe decir que es inevitable tener que imaginar qué hará el director en estas soluciones, es decir, dirijo con el boceto sabiendo que el director superará por mucho lo que puedo imaginar que hará.

Encuentro innegable que el teatro puede ser un arte espacial. No así sus partes (la dirección, la actuación, la escenografía, la iluminación, etc.), tan imbricadas y dependientes. Claro, depende qué entendemos por “arte”, pero no creo que podamos considerar como artes las partes del todo. Dado que lo colectivo del teatro implica necesariamente el concurso de las personas teatrales para alcanzar el objetivo artístico, la mayor parte del trabajo se “esculpe” durante las conversaciones previas y en los ensayos, como respuesta a estímulos mutuos. Sin embargo, hay un área de trabajo en donde el escenógrafo está sólo aunque no deje de pensar en el todo. Este trabajo en el taller, directamente ligado a la técnica, es el que considero artesanal y en ocasiones alquímico.

El espacio y su relación con las obras y los autores. La sintaxis escenográfica

Creo que el teatro es el arte del presente, del aquí y ahora, que la puesta es para el público de hoy aunque los temas fundamentales sean los de siempre. Me interesa el proceso de acercamiento, encontrar la equivalencia de los signos, me siento cómodo diseñando obras del pasado, más que con las de los autores nuevos. Me interesa el proceso de traducción de los clásicos a nuestro tiempo y también a nuestro espacio. Para la escenografía de Tío Vania reproduje la disposición y utilicé los muebles de lo que fue “la casa grande” de la hacienda de mi familia, lo único ruso era el samovar. Con los autores que acotan obsesivamente la escenografía, a veces se puede hacer algo conservando el estilo como en Un tranvía llamado deseo de T. Williams. La proyecté para teatro círculo sobre un disco que giraba una vuelta en una hora, ofreciendo continuamente a los espectadores ángulos diferentes. Frente a las contundentes imágenes de Beckett sólo me atrevo a admirarlas.

Tengo horror al pleonasmo. Algunas veces la tarea narrativa de la escenografía es necesaria pero la evito cuando resulta una simple ilustración del texto. Diseño espacios para la puesta posible, no para los textos. Dos ejemplos: en Don Giovanni, el elenco superaba por mucho la edad juvenil, el director y yo decidimos hacer de Don Juan un enfermo terminal, fascinado por su muerte como un acto extremo del deseo. Su “sitio” sería el “Pabellón Sevilla” del Hospital Español en México. En este caso, a la escenografía le tocó hacer tareas narrativas que resignificaron los textos. En cambio en Idomeneo, poco importó Creta vista en el siglo XVIII, pude utilizar un lenguaje más abstracto que atendió preferencialmente a la música.

Estoy convencido que es mejor dejar al espectador construir los sitios y ambientes que enfrentarlo a una imagen categórica. Creo que mi tarea consiste en dosificar estímulos a manera de pautas que provoquen la creatividad del espectador, en la cual confío plenamente- lo que no se le puede permitir es que adivine lo que sigue. Más que un cuidado para narrar es un cuidado para que los espacios actúen.

Aprecio la ambigüedad que deja en libertad al espectador para hacer su propia lectura. No sólo la ambigüedad, a veces la contradicción. En los sueños percibimos imágenes, estímulos sin tiempo ni orden y es la memoria la que resuelve cómo narrar el sueño. Una aplicación de esto la llevé a cabo en El hacedor de teatro de Bernhardt. El espectador veía a veces una máquina de pin ball y a veces un refrigerador de carnicería; a veces un lambrín de madera y otras, uno verde brillante. En ocasiones, el escenario del salón estaba al fondo y en otras en el proscenio. Los espectadores no recuerdan las contradicciones, eligen su escenografía y queda la impresión del sueño.

Los silencios, las pausas, son tiempo para ver, reflexionar y sentir de una manera distinta a cuando el espacio dialoga con los personajes. Sin la habitual “ocupación” en primer plano del espacio por el texto y la historia, la escenografía habla al público de otra forma, entrega otra materia, llena un vacío, actúa de un modo diferente.

La luz

Sobre la luz y la sombra se ha escrito mucho, dudo que pueda añadir algo. De una manera compleja, la luz produce y trasmite emociones a los humanos. Aunque el origen de estas relaciones debe haber sido la luz natural (la del sol o la de la luna) y la artificial (la de las fuentes eléctricas normales), y estando habituados a lo que Henry Alekan llama “nuestro baño cotidiano”, en el teatro, liberado del naturalismo cinematográfico, todos esperamos que la luz se comporte de manera extraordinaria. Así, podremos entrar a la convención de un día soleado con un fondo negro en que bastará un solo rayo de luz para pensar, creer y hasta sentir lo que el actor experimenta al ser tocado por el sol. Me encanta la idea de que en un escenario lleno de luz entre un personaje con una antorcha y todos entendamos que ha caído la noche. Es indudable que una luz concentrada (unidireccional), que modele en condiciones de contraste acentuado será más “dramática” que una luz suave, plana y difusa (multidireccional). Pero basta que esta ley casi se vuelva receta para intentar hacer una tragedia en una aburrida luz homogénea que deje la carga dramática a la actuación, y probar qué pasa con la comedia en una luz que provenga de un solo lado, una luz contrastada. Al menos eso me pasa a mí, basta que empiece a creer en las bondades de lo arbitrario para que intente la reproducción exacta de un atardecer. He probado luz sin sombras en una caja, de manera que los actores floten en un campo blanco; una luz difusa que aplane, que destruya la tercera dimensión para ver la escena como un “cómic” o como un códice prehispánico. Los efectos se lograron pero al público le dolió la cabeza después de quince minutos. Tal parece que los espectadores agradecen un movimiento de la luz no protagónico y los recursos de composición sacados de las historias de la pintura, la fotografía y el cine. Las posibilidades de diálogo entre luz y materia son infinitas, la elección de los recursos en función de objetivos plástico -dramatúrgicos y su realización técnica es una tarea apasionante. No creo que haya nada mejor que eso.

Antes se iluminaba con tiras de focos de colores que llamaban diablas, lo hacía el director y el electricista del teatro, a veces iluminaba el escenógrafo. Había unos proyectores con lentes planoconvexos llamados Pe Ces, muy ineficientes. Cuando iluminaba La máquina de sumar en el Teatro El Caballito, el escenario estaba iluminado con la luz difusa de las diablas. El electricista prendió uno de estos Pe Ces que cruzaba lateralmente el escenario. Le pedí que subiera la intensidad pero me contestó que estaba al 100% y me dijo que si lo quería más intenso podría poner otro al lado. Lo hizo y el escenario cruzado por ese chorro de luz adquirió un misterio que no tenía antes. Bajé al mínimo la luz de las diablas para intensificar el efecto y hasta la fecha recuerdo la impresión de ese magnífico rayo de luz blanca que hacía visible el aire. Cuando llegaron los actores y el director les dije, “hagamos la escena con esta luz”. La escena había sido ensayada muchas veces con luz de trabajo y por supuesto no correspondía al nuevo espacio que la luz generaba. Me atreví a sugerir que se retrasara la escena. Intuitivamente el director y los actores empezaron a tomar en cuenta la dirección de la luz, a utilizar su energía a favor o en contra, a jerarquizarla utilizando la penumbra y la oscuridad y a sentir las áreas brillantes. La escena mejoró considerablemente. Después repinté la escenografía con esta luz encendida, aclaré lo que debería verse, oscurecí lo que convenía ocultar y añadí color y textura a las aburridas sombras grises. No quedó mal. Desde entonces es lo que hago. Busco la mejor posición de ese rayo poderoso que organizará la imagen, me ayuda pensar qué haría si tuviera que iluminar la escena con una sola fuente de luz, todo lo demás se subordinará a esta decisión. Ante la imposibilidad de rehacer el trazo en el escenario, el director y los actores me padecen en los ensayos cuando los interrumpo para hablarles de luces imaginarias. Me ven como si estuviera loco cuando les digo “un pasito atrás, aprovecha el contraluz”. Y siempre doy la última mano de pintura a la escenografía después de iluminar.

Gracias a Richard Pilbrow, quien elevó a artístico el método de Stanley Mac Candles al privilegiar la composición sobre la visibilidad, supe qué es la luz dominante (la key light), la luz eje. En los casos que el estilo roce, aunque sea vagamente, el realismo, la define lo que Pilbrow llama la luz motivada (la que entra por la ventana, o la que produce el candil, por ejemplo), si el caso es más abstracto, es arbitraria. Pero déjame decirte que siempre busco en el escenario la artificialidad, subrayar lo imposible, lo extraordinario. Sin embargo, a veces, como en La visita del ángel, el naturalismo, visto en nuestros días, puede ser increíblemente teatral.

Toda imagen es luz, solamente luz. Cualquier imagen gráfica, foto, dibujo o texto es luz reflejada al ojo por superficies que filtran o absorben luz. La imaginación es la capacidad de visualizar esta luz sin el estímulo. Vemos a los actores... podríamos decir, vemos la luz que reflejan los actores. Vemos los límites del espacio porque estos reflejan luz. Según sea la luz, será el espacio. En términos visuales, el espacio empieza a existir a partir de la luz. Por esto no puedo distinguir entre escenografía e iluminación. Cuando hablo de escenografía hablo de luz que reflejan las superficies, el vestuario y los objetos. Diseñar ambas es un solo impulso, indivisible. Si se apaga la luz no hay imagen. Son cosas que por obvias, olvidamos. Nacemos al espacio y a la luz y vivimos sin necesidad de pensar en ello. El entrenamiento hace que esto sea automático.

Tecnología e iluminación teatral

Ahora, a principios del siglo XXI, utilizamos mucho más watts que cuando empecé a iluminar a mediados del siglo pasado, muy eficientes luminarias especializadas y controles digitales sofisticados, pero los principios fundamentales no han variado. La complejidad técnica ha hecho necesario al especialista, el diseñador de iluminación.

Con el surgimiento de la electricidad, simplemente cambió el tipo de energía: se reemplazó una fuente de luz por otra. En un principio, la luz eléctrica no hacía nada que no se hiciera ya con la luz de gas. Más que la luz eléctrica, lo que revolucionó la escena fue la invención y perfeccionamiento del proyector capaz de concentrar la luz, esto permitió jerarquizar el espacio escénico, mostrar jerarquizadamente ordenado aquello que es significativo para la obra. Después de todo, iluminar consiste en hacer visible lo que hay que ver y en ocultar lo que no hay que ver a lo largo de toda la representación. Lo segundo es más difícil. Debe haber sido importante oscurecer totalmente la sala gracias al desarrollo de los sistemas de control, en México ocurrió por primera vez en 1900 en el Teatro del Renacimiento.

El color

El color nunca es secundario. Creo que el color en escena es inevitable y prefiero que su uso sea significativo. Pienso en blanco y negro. Imagino y sueño en blanco y negro. Me gustan las películas blanco y negro. La gama de grises tiene un valor previo de estilización. Cuando introduzco un color en la imagen –porque es así, lo añado– lo hago muy conscientemente.

De hecho, no me es posible hablar del color gris, siempre veo un gris verdoso, rojizo o azulado... A menudo me han dicho que mis escenografías son grises. No lo creo, las hay muy coloridas y con colores sutiles. Parto del color de la piel, de cómo deseamos ver las caras, las manos, los cuerpos de los actores, cantantes o bailarines; controlo el color en el diseño del maquillaje y del vestuario, y finalmente decido el color de la escenografía, tanto en lo que concierne a la pintura de las grandes superficies como al de la luz. En algunas ocasiones gobierna el contraste cromático entre los personajes y su entorno y en otras la fusión, pero siempre hay una búsqueda de una imagen que se desprenda de lo cotidiano. Por ejemplo, en El pelícano de Strindberg, la idea era tener en escena únicamente el color de la piel de los actores y el del fuego. Así, la escenografía era totalmente blanca y el vestuario pasaba del negro al blanco, sólo el aya vestía de gris. En La mudanza de Leñero, había una doble intención: ver la imagen como película blanco y negro y sobreiluminar la piel de los personajes. Teñimos todo el vestuario y pintamos toda la utilería -que no era poca- en grises más oscuros que sus equivalentes cromáticos. Efectivamente, las caras y las manos de los actores resplandecían con una aura irreal, como si cada uno tuviera permanentemente la luz de un seguidor, pero el público por costumbre veía colores donde no los había. En la siguiente obra, El ritual de la salamandra de Argüelles, conservé rigurosamente los grises hasta que irrumpía el rojo del vestido de la actriz. Su entrada era un golpe a la retina...